miércoles, 29 de septiembre de 2010

Caminar despacio por las calles.III

Pasajeros del Fulda, 1925 ©Johanna Lozoya
"Pensamos que, para empezar, nos tomaríamos un vermut en el bar, y eso es lo que estamos haciendo, a la espera tranquila de la salida. Del bolso he sacado este cuaderno y uno de los cuatro tomitos en tela color naranja de Don Quijote que me acompañan; no hay prisa para deshacer las maletas. Tenemos por delante de nueve a diez días antes de desembarcar donde los antípodas; volverá a ser sábado y domingo, como mañana, además lunes y martes, hasta que termine esta civilizada aventura; el flemático holandés cuya cubierta hemos recorrido hace un momento no puede correr más rápido. ¿Por qué habría de hacerlo? La medida del tiempo que concuerda con su simpático tamaño medio es, sin duda, más natural y saludable que la convulsiva ansia de récord de aquellos colosos que en seis o incluso cuatro días atraviesan aceleradamente las inmensas vastedades que se extienden ante nosotros. Despacio, despacio. Richard Wagner opinaba que el verdadero tiempo alemán era el andante. Bien, hay bastante arbitrariedad en estas respuestas parciales a la cuestión, eternamente abierta, de "Qué es lo alemán?"; tienen un efecto más bien negativo al animar a definir como "poco alemán" las cosas más variadas, que en realidad no lo son, como el allegretto, el scherzando y el spirituoso. La frase wagneriana sería más feliz si dejara de un lado lo nacional que la sentimentaliza, y se atuviera a la dignidad objetiva de la lentitud, por la que la apruebo. Lo bueno necesita tiempo. Y también lo grande, dicho de otra manera: el espacio necesita su tiempo. Que hay una especie de hybris, algo sacrílego, en robarle una dimensión o reducírsela, me refiero al tiempo ligado naturalmente a él, es un sentimiento familiar para mí. Goethe, que era ciertamente un amigo del hombre, pero que no amaba la potenciación artificial de su capacidad perceptiva, microscopios y telescopios, hubiera aprobado este escrúpulo. Claro que uno se pregunta dónde se halla, entonces, el límite de lo pecaminoso, y si diez días no son tan transgresores como seis o cuatro. Piadosamente habría que concederle al océano ese mismo número de semanas y viajar con el viento que es una fuerza de la naturaleza; también lo es la fuerza del vapor. Por cierto, nosotros utilizamos gasóleo. Pero todo esto empieza a parecerse a una divagación.
Fenómeno comprensible. Es signo de una secreta excitación. Sencillamente tengo nervios de noche de estreno, ¿acaso es de extrañar? Mi primer viaje por el Atlántico, el primer encuentro y el conocimiento del mar océano me esperan, y al final, más allá de la curva de la tierra, sobre la que se extienden las gigantescas aguas, nos aguarda Nueva Amsterdam, la metrópoli. De su talla hay cuatro o cinco y forman una especie extraordinaria y monstruosa de lo urbano, de estilo excesivo y también sobresaliente en la clase de grandes ciudades, de modo parecido a como en el terreno de la naturaleza y del paisaje destaca sobremanera la categoría de lo natural elemental y primitivo, el desierto, la alta montaña y el mar.  (...)

[Este buen barco] Nos llevará a través de él [mar] como el blanco tren de lujo lleva al viajero de Jartum a través del horror, entre las mortíferas colinas candentes del desierto libio y arábico... "Abandono" - basta con pensar en la palabra para sentir lo que significa estar arropado por la civilización humana. No aprecio demasiado a aquel que a la vista de la naturaleza elemental se abandona exclusivamente a la admiración lírica de su "grandeza" sin dejarse invadir por la conciencia de su hostilidad horriblemente indiferente.
Por otro lado, es la época del año que suaviza la aventura y pone a esa hostilidad ciertos límites amables. La primavera está avanzada: en este tiempo no son de temer del océano extravagancias (...) ¡Otra cosa sería si estuviéramos en invierno! (...) ¿Olas? ¡Son montañas! ¡Son Gaurisankars! (...) Reina un espantoso, un infernal ruido, provocado en parte por los elementos desatados en el exterior, en parte por el barco que sigue avanzando empecinado y sacudido hasta sus últimas piezas. (...) En el mismo segundo, sin embargo, ha cambiado la situación del mundo en el sentido y al efecto de que ves la bandeja, boca abajo, sobre la cama de tu mujer... No es posible.
Así son lo relatos, ¿y cómo no habría de recordarlos mientras damos sorbitos a nuestro vermut de despedida y yo garabateo estas líneas? Desde luego no sería necesarios para reforzar mi respeto ante nuestra empresa, sencillamente porque soy un ser respetuoso y llevo, por así decir, las cejas encarnadas como todo al que le ha sido concedido el don ameno, aunque provinciano, de la fantasía. Uno jamás será un hombre de mundo con este don, porque "protege" - si es que corresponde el término laudatorio- de la superioridad hasta la vejez. Tener fantasía no significa inventarse algo; significa darle importancia a las cosas, y eso naturalmente no es mundano."

Thomas Mann, 19 de mayo del 34

Thomas Mann, Viaje por mar con Don Quijote, Barcelona, RqueR Editorial, 2005. ISBN 84-934047-6-4

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"Con frecuencia, la epifanía de los lugares está ligada a la génesis, al origen de un libro. Un paisaje, conocido o extraño, se nos revela de pronto rico en evocaciones y resonancias; parece también asomarse desde el interio y llevar a la superficie esos fragmentos de la historia y de la experiencia personal que, por alguna razón, se quedaron por largo tiempo en algún peldaño de la mente y la fantasía, sin llegar a estar conscientemente reelaborados hasta que algo los echa fuera, al igual que, durante una mudanza, un pequeño accidente saca a relucir papeles que habían terminado en una hendidura entre dos cajones. Es precisamente en esos momentos cuando sucede a menudo esa imprevista condensación de imágenes, estímulos y conexiones que constituyen el núcleo germinal de un libro, una intuición que todavía no puede formularse de manera clara pero que se impone como una nueva presencia - el primer paso en una dirección ya irrefutable, aunque la meta aún sea imprecisa.
La idea de Danubio, por ejemplo, nación entre Viena y Bratislava, en las cercanías de la frontera allende la cual iniciaba en ese entonces, todavía, la "otra" Europa. La idea de Otro mar toma forma más precisa una noche entre los pinos y la escollera de Salvore, en la punta occidental de Istria.
Carte Postale, 1914 © Johanna Lozoya
Escribir también es ver, percibir la objetividad del mundo y reconocerse en ella. Los lugares son como los de aquel pintor que cuenta Borges, que pinta montes, bosques y mares y al final se da cuenta de haber retratado su propio rostro. En este sentido, escribir se parece a viajar. Desde la más grande novela de todos los tiempos, la Odisea, viajar y narrar son inseparables, casi intercambiables; todo viaje es una Odisea, la experiencia del significado o de la insensatez de la vida, de la posibilidad o la imposibilidad de formar la propia identidad en su confrontación con la variedad del mundo. La vida es un viaje y lo es también su narración, que al igual que ella se articula en el tiempo y tiene que ver con su curso y con la muerte.

El viaje en el espacio es, a la vez, un viaje en el tiempo y contra el tiempo. Lo "interesante" de un lugar es su riqueza detenida y condensada que emerge con violencia, así como una raíz rompe en ocasiones la roca. Un lugar es tiempo coagulado, tiempo plural. No es sólo su presente, sino ese laberinto de tiempos y épocas diversas que se entretejen en un paisaje y lo constituyen, de la misma manera que pliegues, arrugas, rasgos de expresión modelados por la felicidad o la melancolía no sólo marcan un rostro, sino que son el rostro de esa persona, que ya no sólo tiene la edad o el estado de ánimo de ese momento, sino que es la suma de todas las edades y los estados de ánimo de su vida.
Carte Postale, 1914 © Johanna Lozoya
El viaje-escritura es una arqueología del paisaje; el viajero - el escritor - desciende como un arqueólogo por los diferentes estratos de la realidad para leer los signos escondidos bajo los signos, para recoger la mayor cantidad posible de historias y salvarlas del río del tiempo, de la ola sepulturera del olvido, casi como si construyera una frágil arca de Noé hecha de papel, aun cuando, irónicamente, esté consciente de su precariedad. (... )

Pero resulta inapropiado definir tod eso como "interesante"; esto último, decía Schlegel, es el estímulo inventado por la inquietud moderna, por una sensibilidad harta de demasiadas sugerencias y necesitada de drogas cada vez más fuertes para vencer su propia apatía. Esta perennidad, en cambio, reposa imperturbablemente en sí misma, ignora la prisa del consumo: no es lo Interesante, es lo Bello.
Como todo encuentro, también un encuentro con los lugares es aventurero, rico en promesas y riesgos. Algunos lugares, Venecia o Praga, le hablan incluso al viajero más distraído e ignorante con la evidencia misma de su aparición. Otros se confían a una elocuencia indirecta, seducen únicamente a quienes lo atraviesan y, conociendo lo que sucedió entre aquellos árboles o aquellos muros, leer en el paisaje la historia que éste les proyecta: (...) Otros lugares callan, se encierran en su opaco secreto y el encanto fracasa; también el viaje, como toda aventura, está expuesto a la derrota y a la aridez. Cuando esto sucede, la culpa no es, claro está, sólo del lugar, de su pobreza o banalidad, sino más bien, como en toda relación, también del viajero, que no ha sabido descubrirlo en su esquiva realidad. Todo diálogo fallido, todo amor fracasado es una derrota recíproca. (...)
El viaje más fascinante es un retorno, como la Odisea; y los lugares de un recorrido habitual, los microcosmos cotidianos por tantos años atravesados, son un desafío odiseano."

Claudio Magris, El viaje-escritura: arqueología del paisaje


 * en El tallo entre las piedras. Claudio Magris, Ma. Teresa Meneses (selección y traducción), México, Cal y Arena, 2007. ISBN 9-789689-183020

lunes, 27 de septiembre de 2010

Caminar despacio por las calles. II

"Hay ciudades que parecen soñarse a sí mismas. La gran mayoría de sus habitantes viven ajenos al reverso legendario de las calles que transitan. Conviven con su ciudad sin prestarle apenas atención, como un ruido de fondo y un atasco infinito. Pekín es una de estas megalópolis del siglo XXI, atareadas y vulgares, habitadas sin saberlo por sueños literarios en fuga. Escribió Francisco de Quevedo en su soneto A Roma sepultada en sus ruinas: "Buscas en Roma a Roma, ¡oh, peregrino!, y en Roma misma a Roma no la hallas". Lo mismo podría decirse de Pekín.
Muy poco podrá grabar del viejo Pekín en la memoria de su cámara digital el moderno peregrino que se acerca a la todavía hoy capital imperial del norte. Apenas una docena de islotes: templos, parques y palacios salvados milagrosamente de la furia iconoclasta de la revolución cultural sobreviviendo en medio de un bosque de grúas, autovías de circunvalación, anuncios luminosos y rascacielos en construcción. El espejismo olímpico se está encargando de aventar las últimas brumas de un pasado irremediablemente abolido. Ciertamente, los hutong, los callejones llenos de tipisismo y sabor inmemorial del viejo Pekín, eran nidos insalubres de fría y húmeda incomodidad para sus habitantes, pero no era la simple demolición sistemática la única solución posible. Ni la salvaguarda de unos pocos callejones reconvertidos en parque temático de cartón piedra para solaz de las legiones de turistas en procesión.
Entre tanto la ciudad no ha dejado nunca de soñarse a sí misma. La conjunción de vidas cruzadas y la presión en un solo punto del mapa de siglos de historia acumulada cristalizan en páginas de ficción, memoria y leyenda. El tenue aroma inconfundible de las ciudades literarias lo perciben como nadie los recién llegados y los que se saben irremediablemente extranjeros, de paso en ellas. Nunca ha faltado quien vele y quien cifre este sueño, de madrugada, sentando ante el parpadeo de una luz vacilante o de una pantalla de cristal líquido. Son unas cuantas las ciudades capaces de despertar una fascinación enfermiza e incurable en los extranjeros que en ellas han residido; pero son pocas las ciudades capaces de brindar relatos incluso a aquellos que nunca las han visitado. Pekín es una de estas raras ciudades esencialmente literarias."

Manel Ollé
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"Pekín fue mi hogar desde 1946, dos años antes de la revolución comunista, hasta 1950, dos años después. Yo era la mitad americana de un intercambio entre la Universidad de Michigan - en la que estudiaba cultura china - y la Universidad de Yenching, en Pekín, así que partí hacia China tan pronto como me licencié y llegué a Pekín en el otoño de 1946. Me faltaban dos meses para cumplir veinte años. (...)
Plato chino, siglo XIX ©Johanna Lozoya
Durante mis primeros meses nunca imaginé que viviría el último asedio de la mayor ciudad amurallada del mundo, ni me casaría con la hija de una de las familias más antiguas y aristocráticas de Pekín. En cambio, me dediqué con fruición a conocer los alrededores y a hacer amigos entre los colegas de la Universidad de Yenching, donde estudiaba poesía china, y de la Universidad de Quinghua, donde enseñaba inglés. Más tarde conocí a aquel extraordinario grupo de extranjeros que había hecho de Pekín su hogar. La ciudad nos invitaba a quedarnos, a instalarnos en una preciosa casa antigua, a disfrutar de sus patios a la sombra de los cedros, a organizar fiestas para admirar la luna o los jardines cubiertos de nieve. Pekín tenía el poder de tocar, transformar y embellecer a todos cuantos vivían entre sus antiguas murallas.
Sólo quedan unos pocos de aquellos occidentales que vivieron en la ciudad; no seremos m´s de una veintena repartidos en la ciudad; no seremos más de una veintena repartidos por todos los rincones del mundo. Siempre tuve la esperanza de que algún académico joven y brillante - becado generosamente - se interesaría por nosotros y por nuestros amigos chinos antes de que fuera demasiado tarde, de que estuviéramos todos muertos y las maravillas que habíamos contemplado quedaran sepultadas en el olvido.
Pero ese joven brillante aún no ha aparecido. Por lo que sé, soy el único cronista con material de primera mano sobre esos años extraordinarios que vieron el final de la vieja China y los comienzos de la nueva."

David Kidd, Historias de Pekín, 1988

David Kidd, Historias de Pekín, Prólogo de Manel Ollé, Barcelona, Libros del Asteroide, 2008. ISBN 84-934315-9

El miedo primigenio

"Desde que tengo uso de razón, Rusia me ha inspirado miedo. Cuando era niño su mole dominaba el mapa que cubría la pared del aula. Recuerdo que estaba coloreada de verde pálido, y la proyección del sistema Mercator la deformaba de tal manera que sus tundras sofocaban medio mundo. Allí donde otras naciones - Japón, Brasil, la India - clamaban con olores y colores imaginados, Rusia sólo exhalaba silencio y estaba hasta cierto punto incompleta. Me crié a su sombra, tal como mis padres se habían criado a la sombra de Alemania.
En la M-8, Provincia de Moscú, 2009
Los viajes rara vez empiezan por donde nosotros creemos. El mío, quizás, se inició en aquella aula, donde el enigma coloreado de verde me hipnotizaba durante las clases de matemáticas. En la mente infantil ya afloraban las interrogantes: ¿Por qué ese país parecía más extraño, menos explícito que otros? ¿Por qué no se traducía a ninguna expresión humana precisa? Las preguntas sólo estaban formadas a medias, desde luego, pero el miedo ya se hallaba presente."

Colin Thubron, Entre rusos, Barcelona, Ediciones Península, 1986. ISBN 84-8307-369-2


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"Mi destino empieza a realizarse: desafié a duelo a Dantés. ¿Acaso no es la muerte violenta a manos de un hombre rubio que me predijo una alemana? Ya siento el poder del destino, que se está convirtiendo en realidad, sin tener la posibilidad de evadir esta amenaza, pues el deshonor es peor que la muerte.
El deshonor es una tormenta que crece del viento generado por mi. Me está destruyendo. Dantés asume la forma de esas represalias del destino que están provocadas por mi débil carácter. Al desafiar a Dantés, me parezco a Jacob, que luchaba contra Dios. Si triunfo, impugnaré las leyes de Dios, y la verdad reinará en mis cielos para siempre. (...)
Dentro de unos doscientos años, cuando seguramente quedará abolida la censura en Rusia, al que primero le van a publicar su obra es a mi compatriota Barkov, y solamente después este diario, aunque me es imposible imaginar una Rusia sin censura. Por eso mi diario va a ser publicado antes que nada en Europa, o más probablemente en América. Es sombrío pensar que en ese tiempo ya  no sólo no estaré vivo, sino hasta mis huesos estarán totalmente putrefactos..."

Alexander Pushkin, Diario secreto 1836-1837. Reflexiones sobre el sexo, la mujer y la muerte, México, Edamex, 1997. ISBN -968-409-930-4

Caminar despacio por las calles. I

" Caminar despacio por calles llenas de gente es un placer singular. Uno se ve envuelto por la celeridad de los otros, es como poder darse un baño durante un incendio. Pero mis queridos paisanos berlineses me dificultan hacerlo, incluso aunque uno se aparte amablemente de su camino. Siempre recibo miradas de desconfianza cuando intento "flanear"por entre los ocupados transeúntes. Me da la impresión de que me toman por un carterista.
Budapest, 2007© Johanna Lozoya
Las presurosas y enérgicas muchachas de la gran ciudad, con sus bocas permanentemente abiertas, manifiestan su enfado cuando mi mirada se posa en sus hombros que van surcando la calle o en sus mejillas que parecen flotar. Es como si tuvieran algún problema en ser observadas. Esta visión cinematográfica y ralentizada de inofensivo espectador las irrita. Quieren comprobar que no oculto ninguna aviesa intención.
"¡Que no, que no hay nada oculto!"Quiero mirar como lo hice la primera vez. Quiero volver a mirar la ciudad en la que vivo como lo hice la primera vez o encontrar la forma de volver a hacerlo...".

Franz Hessel, Spazieren in Berlin, 1929
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"El flâneur no se pierde como en un laberinto, sino que adquiere el sentimiento de hacerse un solo ser con la ciudad. Al igual que aquel pintor chino que, según una leyenda budista, a fuerza de contemplar el paisaje que acababa de pintar, termina por perderse en él. Se diferencia del hombre apremiado pues carece de objetivo. Inquieta por su ociosidad. Todo el arte de Hessel - como el de Benjamin- obedece a esta capacidad de hacer instantáneas de las cosas. De las calles se queda tan pronto con los rostros de los transeúntes como con un organista berebere, como con el siniestro aspecto de un traspatio. Mientras que Benjamin transforma cada detalle en arquitectura - como las loggias evocadas en Infancia en Berlín - en alegorías, Hessel se ciñe mucho más a las atmósferas, a la realidad material de la ciudad: visiones de los talleres, de los obreros, del pueblo de Berlín en su diversidad. Lejos de soñar solo ante los monumentos, tiene empeño en hallar a aquellos que atestiguan acerca del pasado el presente, así como el futuro de la ciudad. Escucha su aliento, respira el perfume de las calles, oye latir su pulso. Describe las lentas metamorfosis de la ciudad: construcciones alrededor de Potsdamerplatz la desaparición de Scheuneln, el viejo barrio judío de Berlín con tanta poesía como melancolía."

 Jean-Michel Palmier

Franz Hessel, Paseos por Berlín, Madrid, Tecnos, 1997. ISBN 9789-76999-4881