"Tenía que ir a la isla para depositar aquella corona de flores secas en la tumba de Anna. Un pálido redondel erizado de tallos y de espigas que una de las viejas de Mirnoie había tejido durante varias semanas.
Para mí, aquella travesía del lago bajo la lluvia reflejaba perfectamente la absurdidad de la existencia que llevaba Vera. Absurdo también mi deseo, inesperado para mí mismo, de acompañarla: estaba preparando el equipaje, la vi pasar por la calle, la llamé desde la ventana y le pregunté, sin saber por qué, si podía acompañarla. Y, para colmo de estupidez, en virtud de una chulería de macho, exigí remar solo, de pie como un gondolero de opereta. Vera quiso objetar (el viento, la caprichosa pesadez de la barca...), pero al final me dejó.

Agotado de luchar contra el viento, acabé agitando el remo más bien maquinalmente, sin convicción. El contorno panzudo de la iglesia parecía igual de lejano. "Bien habrán tenido que dejar marchar a la pobre Vera, hasta que se sacase el título de maestra en alguna ciudad cercana. Sin duda el único gran viaje de su vida. Su apertura al mundo. Y luego, hale, al redil, a su atalaya en el banco, delante de la puerta, con la oreja eternamente tendida: ¿y si era el ruido de las botas de un soldado? Una coronita seca en la tumba de Anna, sí, precioso, querida mía, pero ¿quién pondrá flores en tu tumba? Las viejas se morirán, y tú no tendrás otra Vera que cuide de ti..." (...)
¿Y por qué no despertarla? Dejar de remar, acurrucarme ante ella, apretarle las manos, sacudírselas o, mejor, besar sus manos transidas. "Duerme en una especie de muerte anticipada, en medio del tiempo que suspendió a los dieciséis años, caminando como una sonámbula en medio de aquellas ancianas que le recuerdan la guerra y la marcha de su soldado...Vive una postvida, los muertos deben de ver lo que ella ve..."
Tocamos suavemente la orilla de la isla. Salté a tierra, tiré de la proa de la barca en la arena, ayudé a Vera a bajar. El pensar que aquella mujer vivía lo que no nos corresponde vivir hasta después de la muerte transmitió de pronto un sentido a su vida, que se me había antojado tan absurda. Un sentido que se traslucía en cada paso, en cada gesto. (...)
De pronto comprendi que así era como ella vivía su postvida. Un lento viaje, sin meta aparente pero marcado por un sentido simple y profundo. La barca atracó a ciegas, en el lugar exacto de donde habíamos partido. "
Andreï Makine, La mujer que esperaba, Barcelona, Tusquets, 2006. ISBN84-8310-344-3
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