domingo, 6 de marzo de 2011

Caminar despacio por las calles. XIII

" A los juegos intelectuales más poderosos del hombre los hemos llamado imaginación y memoria, dirigido uno al mundo de lo posible y el otro al que ya se ha desvanecido. Pero ambos juegos se entremezclan en la lucha humana contra el tiempo, en la palabra que detiene, en el poema. Si en la danza el cuerpo se vierte hacia el mundo, el poema recoge la cosecha de voces sembrada por el silencio. Al fondo del escenario permanece la oscuridad, pero más acá de la oscuridad surge el reguero de centellas al que hemos llamado historia. 
El poema es la memoria profunda de la historia, de la del mundo y de la de cada uno de nosotros. De ahí que la musa que dirige las artes en la mitología clásica sea Mnemosine, que representa a la memoria. De ahí también que, de manera muy temprana, el hombre haya relacionado el juego, la memoria y el poema con esta musa y, siguiendo esta tradición, diversas voces modernas, entre ellas la de Baudelaire, hayan visto al poeta como un maestro de la memoria o que Hölderlin, Rilke y luego también Heidegger hayan querido ver el poema como la fundación del mundo frente al tiempo o frente a su transcurrir cotidiano. 
En consecuencia, lo que nosotros denominamos "literatura" serían los viajes de la imaginación a través de la memoria o de las memorias, tanto del ámbito colectivo como del ámbito individual. En este viaje encontramos también una concordancia entre lo que sería la memoria y el origen del hecho literario. 

En los fundamentos de la tradición literaria occidental hallamos, como mínimo, dos escenarios fundacionales: aquel que nos conduce al viaje entendido como movimiento y aquel que nos conduce al viaje desde la inmovilidad. Del primero tenemos el paradigma original en la Odisea de Homero, dónde el héroe Ulises lleva a cabo un largo viaje por todo el mundo conocido hasta llegar a la anhelada Ítaca. Muchos escritores posteriores han seguido la misma estructura hasta hacer posible, en cierto modo, la culminación del ciclo que se da en la Odisea del siglo XX: el Ulises de James Joyce. 
El otro escenario fundacional, en cambio, tiene en la tragedia su mayor plasmación literaria. En ella la falta aparente de movimiento exterior - pues todo ocurre en el escenario rígido de la polis - obliga o exige de los personajes un movimiento interior continuo. Al igual que el otro, también este nexo entre la inmovilidad exterior y movilidad interior ha sido permanentemente recreado en la historia de la literatura. La peste de Albert Camus es un ejemplo en el que aparece la inmovilidad colectiva, y la figura del náufrago presente en las tradiciones modernas y antiguas - como el Filoctetes de Sófocles - es un ejemplo ilustrador de la inmovilidad individual. 
Al igual que el horror al vacío, también el horror a la quietud caracteriza nuestra tradición occidental: una quietud que siempre se ha visto como un castigo o una maldición y que, si bien introduce a quien la padece en el conocimiento y en la experiencia, lo hace mediante una vía negativa. Parece que este terror por la quietud ya se presenta en la Antigüedad, pero es en la época moderna donde el culto por el movimiento se ha visto acentuado y donde se da de manera más externa.

¿Podemos decir que hay otros escenarios fundacionales en la historia de la literatura occidental? no. Y ahí radica el interés de la literatura, que sabe encontrar infinitas maneras de ver los problemas del hombre, que en esencia siempre han sido y son los mismos y que, a juzgar por lo visto hasta ahora, podemos arriesgarnos a pensar que lo continuarán siendo. La literatura capta todos estos problemas en un incesante retorno circular. 
Tanto la épica, que nos introduce al modelo del viaje en movimiento, como la tragedia, que nos lleva al modelo del viaje inmóvil, desembocan en la condición del hombre como extranjero, que por un lado busca conocerse y hallar su patria y su identidad, pero que a lo largo de esa búsqueda percibe también la imposibilidad de alcanzar una patria o una identidad definitivas. 
La épica conllevaría un desplazamiento continuo en el que Ítaca tan sólo sería una meta provisional. De ahí lo oportuno que resulta el complemento al viaje de Ulises que proporciona el poema "El viaje a Ítaca" de Kavafis, donde se alude a la experiencia de una meta que se ve eternamente aplazada. Por lo tanto, a pesar de la ilusión de patrias provisionales, el desplazamiento siempre es continuo y representa una contradicción incesante, ya que toda patria, al igual que toda identidad, nos introduce a nuevos elementos de interrogación y de enigma. 
En el otro modelo, el de la tragedia, el lugar del desplazamiento exterior pasa a ser ocupado en mucha mayor medida por lo que podríamos denominar un desplazamiento interior. Lo que se pone en juego en la tragedia es, por así decirlo, la imposibilidad de una conciencia estable y definitiva de nosotros mismos. 

Por consiguiente, el principio de contradicción que encontramos en esa Ítaca siempre aplazada de la experiencia es, visto en profundidad, el mismo principio de contradicción que encontramos en ese enigma perpetuamente indescifrado de Edipo. La diferencia es que la tragedia sitúa ese principio en el espacio interior de la conciencia. En el fondo, casi se podría decir que todo lo que le ocurre a Ulises - sus Cíclopes, sus Circes y sus encantamientos - son exactamente los mismos sucesos que acontecen a los héroes trágicos, pero con la peculiaridad de que en este caso todos los sucesos tienen lugar en el espacio interior de la conciencia."

Rafael Argullol, "Doble origen del poema", en Aventura. Una filosofía nómada, Barcelona, El Acantilado, 2008. 


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" Enrico llega, los demás parten. Su madre ha muerto en 1917, en Udine. Nino muere el diecinueve de agosto de 1923, resbala de un peñasco y permanece durante horas en la sima Houcnik de Val Tribussa sobre el monte Poldanovetz. Sí, Carlo se ha equivocado, es Nino quien ha sabido vivir persuadido, no ha tenido necesidad de fugas novelescas y demás payasadas; la vida magnánima estaba de su lado, en el amor por su Pina y las dos hijas, por los amigos, en el placer de estar en su librería de Piazza Grande. "Contempla a los hombres con nobleza", dice su amigo Marin. En el ataúd, resplandece en su rostro la luz de aquella lámpara.
Ervino Pocar, que lo ha visto caer del peñasco, se va a Milán. La virtud trae consigo el honor, en los pupitres del viejo instituto, con tantos exámenes de griego, lo ha aprendido hasta él, que ha llegado a obtener excelentes notas. Entre los compañeros de aquella escuela Ervino ha comprendido que amar quiere decir escuchar, y que leer es mejor que escribir; si uno se empeña en empuñar la pluma, más vale traducir, como hacían con Nussbaumer en la escuela, dejar a un lado la exhibición personal y ponerse al servicio de las grandes palabras. (...)"

Claudio Magris, Otro mar, Barcelona, Anagrama, 1992.


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