martes, 22 de febrero de 2011

Caminar despacio por las calles. XII

" Una vez un grupo de campesinos islandeses encontró un cráneo muy grueso en el cementerio en el que el poeta Egil estaba enterrado. Su enorme grosor les hizo estar seguros de que se trataba del cráneo de un gran hombre, sin dude el mismísimo Egil. Para asegurarse por partida doble lo pusieron encima de una tapia y le dieron fuertes martillazos. Se ponía blanco allí donde le caían los golpes, pero no se partía, y se convencieron de que era en verdad el cráneo del poeta, y digno de todos los honores. En Irlanda tenemos muchas afinidades con los islandeses o "daneses", como los llamamos, y con todos los demás habitantes de los países escandinavos. En algunos de nuestros parajes montañosos y yermos, y en nuestras aldeas costeras, todavía nos ponemos a prueba los unos a los otros de manera muy parecida a como los islandeses pusieron a prueba la cabeza de Egil. Puede que hayamos adquirido la costumbre de aquellos antiguos piratas daneses, cuyos descendientes, me cuentan las gentes de Rosses, aún recuerdan todos y cada uno de los campos y altozanos de Irlanda que un día pertenecieron a sus antepasados, y son capaces de describir el propio Rosses tan bien como cualquier nativo. Hay un barrio costero conocido como Roughley, en el que no se sabe que los hombres se afeiten ni recorten jamás sus levantiscas barbas rojas, y en el que siempre hay alguna pelea en marcha. Yo los he visto chocar unos con otros en una regata, y tras mucho gaelico a gritos, pegarse los unos a los otros con los remos. El primer bote había encallado, y, a base de propinarles golpes con los largos remos, impidieron pasar al segundo, sólo por darle el triunfo al tercero. Un día, dice la gente de Sligo, un hombre de Roughley fue juzgado en Sligo por partir un cráneo en una riña, y se valió de la defensa, no desconocida en Irlanda, de que algunas cabezas son tan poco consistentes que uno no puede hacerse responsable de ellas. Tras haberse vuelto hacia el abogado fiscal con una mirada de vehemente desprecio, y haber exclamado : "El cráneo de ese pequeñajo, si hubiera uno de golpearlo, se abriría como un cascarón de huevo", le lanzó al juez una gran sonrisa, y le dijo con voz zalamera: " Pero al de su señoría se podría estar uno dándole golpes dos semanas". "

W.B. Yeats, "El grueso cráneo de los afortunados", en El crepúsculo celta, traducción Javier Marías, Madrid, Alfaguara, 1985. 

1 comentario:

  1. No era como decías "La desdicha de los tontos" jajajaja Tu cráneo ni con taladro ;)

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