jueves, 30 de diciembre de 2010

Caminar despacio por las calles. X

" Los pensamientos humanos son como cuartos. Entre ellos hay salas lujosas y cuartuchos saturados. Los hay soleados y sombríos. Algunos dan al río y al cielo, otros al traspatio o al sótano. Las palabras en ellos semejan cosas y pueden ser cambiadas de un cuarto a otro. Los pensamientos dentro de nosotros en realidad, esas habitaciones de nuestro interior, agrupadas en palacios o cuarteles, pueden ser moradas de otros donde uno resulta ser sólo un inquilino. A veces, sobre todo de noche, encontraos que las salidas de esos aposentos están cerradas con llave y no podemos abandonarlos. Estamos encerrados como en un calabozo hasta que nuestros sueños nos liberan y nos dejan salir. Pero los sueños son como los invitados de una boda, hay que esperarlos. Mientras tanto, reina el insomnio. Dicen que existen dos insomnios, como dos hermanas. El de antes de dormirse y el otro, después de despertar en plena noche. El primero es madre de la mentira, el otro es madre de la verdad. 

Desde que vivo solo el insomnio me atormenta cada vez más a menudo y yo lo resisto con un método que desarrollé con mucho afán. Todo ocurre en la cama y en mi mente. Y todo, de alguna manera, está relacionado con mi profesión de experto de decoración de interiores. Primero selecciono una casa en la ciudad que mejor me sirva para estos propósitos. Alguna construida con paja de avena que impide que las energías maléficas del inframundo suban hasta los aposentos. Al ubicar una casa con esas características empiezo a amueblarla y a arreglarla cada noche en mi mente. A llenarla de muebles de mi invención. Pero yo no arreglo esa casa motivado sólo por el deseo de que luzca bien. Yo la estoy acondicionando para una persona en particular. Para JM. Y exclusivamente para las necesidades de esa persona. 
Todo empezó así.
Durante mis paseos por las tardes escogí un pequeño palacio e indagué todo lo que se podía sobre su origen. Está en el mismo principio de la calle Kraljevica Marka que sube curvada desde el muelle del Sava hacia Zeleni Venac rompiendo el viento. Su fachada está llena de bonitas ventanas divididas en cruz que hoy en día ya no se hacen.  (...)
Durante mis insomnios en vez de contar cuántas veces en la vida compré zapatos bonitos que no me quedaban bien, decidí poblar y amueblar la casa de Luka Chelovich. Sabía que esta casa le gustaba a JM y eso fue decisivo para mi elección. JM tenía un profundo sentido de "zonas" con energía positiva, como de otras también. La parte entre la Catedral y el río Sava era para ella una "zona" indiscutiblemente preciosa. Allí, en la cuesta que baja al Sava el invierno huele a otoño y la primavera a invierno, y JM consideraba que al entrar en esa zona empezaba a llevar su verdadero nombre. Apenas salía de dicha "zona" se llamaba de otra manera, era otra persona. Es decir, la elección cayó sobre la casa familiar de Luka Chelovich que estaba en esa "zona". 
Al entrar en ese edificio en mi memoria susurré como un embrujo en cada una de sus habitaciones una de las diecisiete letras del nombre de JM.
Ahora puedo decir que en ese entonces ya tenía bien avanzados ciertos preparativos de particular índole. Durante el tiempo que pude observar a JM a diario notaba los movimientos en sus brazos y sus manos delicadas, su manera de andar y peinarse, la postura de su cuello y de los hermosos hombros y muslos, el movimiento de sus pechos al sentarse, los giros del cuerpo, el papel de sus piernas ovilladas en el sillón o corriendo, la vuelta de su cabeza detenida al oír, mucho antes que el resto de nosotros, el rugido del avión que traía las bombas...Luego compuse un pequeño "diccionario de movimientos" de JM. Para cada uno de ellos establecí un signo. Fue particularmente difícil crear signos para sus irrepetibles pasos de danza. Siempre bailaba sola, ni siquiera conmigo bailaba jamás, pero esa danza era lo más hermoso en ella. En  mi diccionario había signos parecidos a los usados por expertos rusos de ballet de principios del siglo pasado, como Nizhinski por ejemplo, para marcar sus partituras. Los puse en el diccionario para una fácil localización. Era como un catálogo de movimientos; como un alfabeto secreto. Algo semejante al teclado de la computadora desde el cual se controlan saltos, carreras, nado o giros de héroes de videojuegos para adultos que JM y yo solíamos llamar "novelas sin palabras". Para provocar dichas actividades inventaba distintos tipos de muebles, porque cada pieza de menaje preveía otro movimiento de JM: abrir una puerta, sacar un cajón, bajar la tabla del escritorio. "

Milorad Pavic, "La jaula blanca de Túnez en forma de Pagoda (Ocurre en la casa de Luka Chelovich, calle Kraljevica Marka, número 1)", en Siete pecados capitales, México, Sexto Piso, 2003. ISBN 9-789685-679114

martes, 14 de diciembre de 2010

Quim Monzó: "Blanca Navidad"

" Al principio todo iba normal, si por normal se entiende que un ser fabuloso, de rizos rubios hasta los hombros y alas de pluma de oca, como las que a veces se escapan por las costuras de los edredones, bajara hasta la casa de María y, allí, en el atrio de columnas románicas - eso sí que resultaba extraño: columnas románicas en Nazaret - le anunciara la buena nueva. Pero, en efecto, todo iba exactamente de esa forma: el ser fabuloso, de rizos rubios hasta los hombros y alas de pluma de oca, con ojos almendrados entre el azul, el verde y el rosa, y de una belleza, más que inenarrable, asexuada, descendió hasta la casa de María - una casa humilde pero limpia y muy cuidada, y con tiestos de geranios a lo largo del atrio de columnas, románicas tal como hemos dicho - para anunciarle la buena nueva: que era llena de gracia y bendecida entre todas las mujeres. María se quedó boquiabierta. El arcángel, viendo la turbación de la mujer, comprendió que el aparato escénico había sido realmente impresionante; quizás se les había ido un poco la mano. Para tranquilizarla le dijo que no tenía por qué tener miedo, que simplemente había venido a anunciarle que tendría un hijo al que llamaría Jesús. La mujer - ¿cómo no? - aceptó la noticia de buen grado y el arcángel desapareció en un santiamén, con el mismo desparpajo con el que había aparecido. Horas más tarde, cuando su marido, José, volvió del taller - era carpintero-, María le explicó lo sucedido. José se quedó de pasta de boniato.

También entra dentro de la normalidad más absoluta la disposición del emperador Augusto, que ordenaba que todos los súbditos del Imperio Romano se empadronaran, cada uno en el pueblo o la ciudad de donde su familia fuese originaria. Por eso, José y María tomaron el burro y se fueron a Belén. María iba sobre el animal, sentada de lado, y José a pie, tirando las riendas. Lo que - como las columnas románicas - tampoco era en absoluto normal era todo aquello de la nieve. Cuando llegaron a Belén vieron que el pueblo entero estaba nevado, hasta el horizonte, sobre el que campaba un cielo negro y con estrellas de cinco y seis puntas, inmóviles como recortadas. En Palestina la nieve era un fenómeno meteorológico casi ignorado. Generaciones y generaciones de ciudadanos nacía y morían sin haberla conocido, y sin que ello les preocupase lo más mínimo. Y si habían oído hablar de ella era por viajeros de países lejanos, que citaban incluso montes en los que la nieve es perpetua. Los nativos los escuchaban absortos, pero, en cuanto los viajeros acababan su narración, volvían a sus tareas sin que la nieve les hiciera perder ni una hora de sueño. En cambio, ahora todo estaba nevado: las montañas, las calles, los tejados de las casas, el puesto de la castañera...Era nieve polvo, tan polvo que parecía harina.

Debido a la afluencia de gente para empadronarse, no encontraron ni una habitación libre en todo Belén. Los habitantes no eran demasiado acogedores; ni la imagen de una mujer embarazada los movía a piedad. Por esto se vieron forzados a instalarse en un establo abandonado. Adecentaron en un rincón, cerca de un buey adormilado y del burro que llevaban. Fue allí donde, el 25 de diciembre, María dio a luz. Era un niño precioso, saludable y llorón. José lo tomó en brazos para limpiarlo. Pero María requirió de nuevo su atención. Estaba naciendo un segundo niño.
Eran dos niños preciosos, y cada uno con un halo tipo holograma sobre la cabeza. Tras alimentarlos y ponerles los pañales - afortunadamente María había previsto recambios - los acostaron sobre un montón de paja, uno junto al otro. Movían las manos. El buey y el burro contemplaban la escena de reojo.
- ¿Estas segura de que te habló de un niño? ¿No diría dos y no te fijaste?

José no entendía que había pasado. Que fuesen dos trastocaba todos los planes. Incluso algo tan poco importante como lo del nombre. El arcángel había dicho que debía llamarse Jesús. Era un nombre que no les desagradaba; tampoco les entusiasmaba, si tenemos que ser sinceros. En aquella época, los nombres predominantes eran Sandra, Vanessa, Kevin, Jonathan e incluso Sue Ellen, que les parecían frívolos y pretensiosos. José y María habían pensado otros nombres e incluso había hecho una lista de sus preferidos: David, Samuel, Alejandro, Abel, Moisés, Iván... De todos, el que más les gustaba era Alejandro. Era un nombre sonoro y vibrante. Si el arcángel no hubiese dejado tan claro que tenía que llamarle Jesús, le habrían puesto Alejandro, sin ninguna duda. Pero, en fin, no pudiendo llamarse Alejandro, a María el nombre de Jesús ya le parecía bien. En algún momento, José había propuesto que se llamase como él: José. Muchos amigos suyos ponían su nombre a sus primogénitos. ¿Por qué no él? María no había querido ni oír hablar de un posible cambio.
- El arcángel dijo que debía llamarse Jesús y se llamará Jesús.

No hablaron más del asunto. Se llamaría Jesús; estaba decidido. Pero ahora se encontraban con dos niños, el doble de lo que esperaban. ¿Cómo los llamarían? Después de darle muchas vueltas encontraron la solución. Uno se llamaría Jesús María y el otro Jesús José. Así respetaban la orden de que se llamase Jesús y de paso satisfacían el deseo de José: al menos, uno de los dos se llamaba como él, aunque fuera de segundo nombre.

Eso no era más que el inicio de las duplicaciones. Desde ese momento - cavilaba José - todo sería doble. Las cunas, los vestiditos, los chupetes, el consumo de dodotis. De su cavilación lo sacó un ruido de cascos. Eran camellos que atravezaban, por un débil puente de madera, las aguas del río, que parecían inmóviles y como de papel de plata. Cuando llegaron al establo, los tres Reyes Magos se quedaron pasmados. ERa la misma sorpresa que María y José habían visto en las caras de los pastores que se habían acercado a adorar al niño y, en vez de uno, se habían encontrado con dos. Uno de los pastores, que había traído como regalo un cochecito Jané monoplaza, corrió a cambiarlo por un modelo doble. Melchor, Gaspar y Baltasar - hombres curtidos en mil batallas y duchos en tomar decisiones- reaccionaron de manera rápida y, sin que ni María ni José se diesen cuenta, haciendo como que buscaban regalos, dividieron en dos partes más o menos iguales el oro, el incienso y la mirra.

¿Eran ambos hijos de Dios? ¿O sólo lo era uno de ellos? La pregunta no tenía respuesta clara porque, si bien al lavarlos en la bañera uno de ellos (Jesús María) caminaba sobre el agua - dejando de piedra no sólo a su hermano, sino también a sus padres - , era el otro (Jesús José) quién, cuando los petitsuís se habían acabado, los multiplicaba sin problemas. Esa dualidad - calculaba Alejandro mientras colocaba el caganer al lado del cura con paraguas - se mantendría a lo largo de los años, hasta el final de sus días. Alejandro volvió a alinear las dos cunitas, contempló una vez más el belén y corrió a llamar a su padre, reputado miembro del Opus Dei, para que fuese a verlo. Confiaba en que lo felicitaría por su ingenio: en vez de tirar la figurita del niño Jesús del antiguo pesebre (una de las pocas que no estaban rotas), la había incorporado a las nuevas, que habían comprado el día antes en la feria de Santa Lucía. No sabía que, esa noche, su ingenio le costaría irse a la cama sin cenar."

Quim Monzó, Tres Navidades, Barcelona, Acantilado, 2003. ISBN 84-96136-32-9 

viernes, 10 de diciembre de 2010

Caminar despacio por las calles. IX

"Tenía que ir a la isla para depositar aquella corona de flores secas en la tumba de Anna. Un pálido redondel erizado de tallos y de espigas que una de las viejas de Mirnoie había tejido durante varias semanas. 
Para mí, aquella travesía del lago bajo la lluvia reflejaba perfectamente la absurdidad de la existencia que llevaba Vera. Absurdo también mi deseo, inesperado para mí mismo, de acompañarla: estaba preparando el equipaje, la vi pasar por la calle, la llamé desde la ventana y le pregunté, sin saber por qué, si podía acompañarla. Y, para colmo de estupidez, en virtud de una chulería de macho, exigí remar solo, de pie como un gondolero de opereta. Vera quiso objetar (el viento, la caprichosa pesadez de la barca...), pero al final me dejó.
El viento era inestable, la proa de la barca bailaba a derecha e izquierda, y se hundía, sin despegarse del espesor del agua donde el remo se sumergía como en algodón mojado. Para mantener las apariencias, yo simulaba agilidad, ocultaba el esfuerzo, los brazos muy pronto entumecidos, las sienes encogidas, los ojos empapados de sudor. La mujer que tenía sentada frente a mí, con la fea y seca coronita en las rodillas, resultaba insoportable a la vista. Formalmente sentada, insensible a la lluvia, al viento, a su vida malograda, a aquel día perdido en una expedición decidida por el fúnebre capricho de alguna vieja medio loca. Yo miraba aquel rostro inclinado, sumido en ensoñaciones que se adivinaban desvaídas a fuerza de volver a ellas a diario desde hacia treinta años, ensueños o tal vez el vacío, gris, uniforme como aquellas aguas, aquellas orillas difuminadas en el aire cargado de gotas. "Una mujer que han convertido en un monumento abulante a los muertos. Una novia inmolada en la hoguera de la fidelidad. Una Andrómaca campesina..."Las fórmulas envenenaban conforme mi esfuerzo resultaba más agotador. En un momento dado tuve la impresión de que la barca había dejado de avanzar, pegada en el viscoso espesor de las olas. Vera alzó levemente el rostro, me sonrió, pareció ir a hablar, y mudó de parecer. "!La tonta del pueblo! Eso mismo. Un ídolo de madera que esos paletos han clavado en la entrada de su campamento para desviar los rayos de la fatalidad. Una víctima propiciatoria ofrecida a la Historia. Un icono a la sombra del cual esos pobres koljosianos han podido fornicar, delatar, robar, emborracharse..."

Agotado de luchar contra el viento, acabé agitando el remo más bien maquinalmente, sin convicción. El contorno panzudo de la iglesia parecía igual de lejano. "Bien habrán tenido que dejar marchar a la pobre Vera, hasta que se sacase el título de maestra en alguna ciudad cercana. Sin duda el único gran viaje de su vida. Su apertura al mundo. Y luego, hale, al redil, a su atalaya en el banco, delante de la puerta, con la oreja eternamente tendida: ¿y si era el ruido de las botas de un soldado? Una coronita seca en la tumba de Anna, sí, precioso, querida mía, pero ¿quién pondrá flores en tu tumba? Las viejas se morirán, y tú no tendrás otra Vera que cuide de ti..." (...)

¿Y por qué no despertarla? Dejar de remar, acurrucarme ante ella, apretarle las manos, sacudírselas o, mejor, besar sus manos transidas. "Duerme en una especie de muerte anticipada, en medio del tiempo que suspendió a los dieciséis años, caminando como una sonámbula en medio de aquellas ancianas que le recuerdan la guerra y la marcha de su soldado...Vive una postvida, los muertos deben de ver lo que ella ve..."
Tocamos suavemente la orilla de la isla. Salté a tierra, tiré de la proa de la barca en la arena, ayudé a Vera a bajar. El pensar que aquella mujer vivía lo que no nos corresponde vivir hasta después de la muerte transmitió de pronto un sentido a su vida, que se me había antojado tan absurda. Un sentido que se traslucía en cada paso, en cada gesto. (...) 
De pronto comprendi que así era como ella vivía su postvida. Un lento viaje, sin meta aparente pero marcado por un sentido simple y profundo. La barca atracó a ciegas, en el lugar exacto de donde habíamos partido. "

Andreï Makine, La mujer que esperaba, Barcelona, Tusquets, 2006. ISBN84-8310-344-3

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