jueves, 24 de marzo de 2011

caminar despacio por las calles. XIV

"En el mundo en que crecí se daba por seguro que todo cambio y todo desarrollo en la vida son parte de un continuado proceso de causa y efecto, minuciosa y pacientemente sostenido a lo largo de milenios. Con la sola excepción del acto inicial de la creación (que, como todo buen muchacho afrikáner, para mi fue algo que se logró con tal vigor que solo tardó seis días en pasar del caos a Adán y las hojas de parra), la evolución de la vida sobre la Tierra se consideraba un proceso lento, constante y, en definitiva, manifiesto. Sin embargo, tan pronto comencé a leer libros de historia me surgieron no pocas dudas. La sociedad humana, los seres vivos, me parecía que debieran quedar excluidos de una visión tan ecuánime y racional. La totalidad del desarrollo humano, lejos de haber sido el producto de una evolución constante, parecía estar sujeta solo a mutaciones en parte explicables, y casi siempre violentas. Culturas enteras, grupos de individuos muy numerosos parecían aprisionados durante siglos en una forma estática, casi inmutable, que soportaban con indiferencia a pesar de sus padecimientos; de pronto, sin que apareciera una causa visible, pasaban a ser susceptibles de cambios drásticos que forzaban de un modo salvaje al desarrollo mismo. Era como si el desplazamiento de la vida a lo largo de los milenios no fuese el de una oruga darwiniana, sino el de un canguro asustado que avanzase hacia el futuro mediante una azarosa serie de saltos, quiebros, brincos y paradas repentinas, de todo punto imposible de predecir. En efecto, cuando comencé a estudiar física tuve la sensación de que el moderno concepto de energía tal vez podría arrojar sobre ese proceso una luz más esclarecedora que cualquier otro enfoque convencional del asunto. Parecía como si la especie, la sociedad y el individuo se comportasen más como las nubes de un frente tormentoso que como hijos de la razón bien educados, bien aseados y bien vestidos. A lo largo del tiempo, la vida misma parecía concentrar grandes cargas, como las nubes y la electricidad de la Tierra, hasta que de pronto, en una sofocante y bochornosa hora del espíritu, se levantaba el viento, caía con acidez sobre la polvareda una gota de lluvia, prendía el fuego en los nervios y resonaban los tambores para dar lugar a eso que en los cielos llamamos rayos y truenos, y que en la tierra, en la sociedad y en la propia personalidad son la posibilidad de cambio. 

Algo de este estilo, aunque a pequeña escala, me había ocurrido de la noche a la mañana. Llevaba una veintena de años dando vueltas y más vueltas al asunto del bosquimano, y de pronto no solo encontré el camino, sino que deseaba emprenderlo de inmediato. Aquella mañana, sin acabar de vestirme, ya sabía con toda exactitud qué debía hacer, y sabía además cómo lo haría. 

Decidí ir al Kalahari en la peor época del año. Mi propósito consistiría en iniciar el viaje por la zona más septentrional, cerca de la frontera de río Zambeze, a finales de agosto. Decidí hacerlo así porque esa me pareció la única manera de asegurarme de que el bosquimano, en el supuesto de que llegase a encontrarlo, fuese un bosquimano puro. Hay muchos pueblos mestizos, con mezcla de sangre bosquimana, en toda la linde del Kalahari. Por propia experiencia sabía que esos pueblos penetrarían en el Kalahari, hasta lo más profundo, después de que comenzaran las lluvias. Y es que lo milagroso del Kalahari es que se trata de un desierto solo en el sentido de que no contiene agua de superficie de un modo permanente. Por lo demás, se trata de fértiles arenales cubiertos de hierba, que brillan al viento como gallardos maizales. Tiene matorrales y maleza en abundancia, arboledas e incluso algunos trechos de bosque denso. Asimismo, tiene sus propias variedades de gamos y antílopes, aves en abundancia, leones y leopardos. Cuando llega la época de las lluvias crece en el Kalahari gran profusión de hierbas de sabor dulzón, y de los arbustos penden bayas de un tono ambarino, uvas relucientes, ciruelas azucaradas. Hasta los espacio desprovistos de hierba satinada dan melones suculentos y pepinos fragantes; bajo tierra abundan los bulbos y tubérculos de gran tamaño, zanahorias silvestres, patatas, nabos y boniatos. Después de las lluvias se produce una gran invasión de vida procedente del exterior, pues el desierto rebosa durante esos meses una gran dulzura gracias al reposo del invierno, al calor y la sed. Las aves, los animales cuadrúpedos y los indígenas de los alrededores esperan en la pedregosa meseta a que comience el verano. Cuando los primeros relámpagos rasgan el horizonte por el oeste, como si un dios hubiera echado a caminar provisto de un farol para alumbrar sus grandes zancadas en plena oscuridad, todos olfatean ansiosos el viento. Y cuando se carga el aire de humedad, presagio de las lluvias aún lejanas, ponen fin a la espera. El elefante suele ser el primero que emprende la marcha, puesto que es el que tiene el olfato más sensible y es también el más goloso. Pisándole los talones le siguen toda suerte de antílopes, los wildebeest, las cebras y los carnivoros que se alimentan de ellos. También el búfalo negro emerge del lecho de los ríos y de los cenegales, sacudiéndose las moscas tsetse como si fueran cuajarones de barro de su duro pelaje, y emprende el camino hacia el desierto. Cuando las migraciones que componen este éxodo animal están en su momento culminante, cuando todos los síntomas confirman que por fin ha comenzado un fructífero verano, los seres humanos siguen sus pasos."

Laurens van der Post, El mundo perdido de Kalahari. En busca de los bosquimanos, Barcelona, Ediciones Península, 2007. ISBN 978-84-8307-566-1

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"La extraordinaria vida de sir Laurens van der Post ( 1906-1996) es difícil de sintetizar en pocas líneas. Fue escritor, granjero, soldado, prisionero de guerra, consejero político de jefes de estado británicos, profesor, filósofo, explorador...y un gran defensor de los derechos humanos en Sudáfrica, su tierra natal. Fue un férreo opositor al apartheid y dedicó gran parte de su vida a mostrar al mundo el sentido y el valor de las culturas indígenas en la sociedad moderna. En los años cincuenta se dedicó a explorar el sudoeste de África y se adentró en la vida y las costumbres de los bosquimanos, de donde nacieron dos míticos libros de viajes, El mundo perdido de Kalahari ( 1958) y El corazón del cazador (1961). "


domingo, 6 de marzo de 2011

Caminar despacio por las calles. XIII

" A los juegos intelectuales más poderosos del hombre los hemos llamado imaginación y memoria, dirigido uno al mundo de lo posible y el otro al que ya se ha desvanecido. Pero ambos juegos se entremezclan en la lucha humana contra el tiempo, en la palabra que detiene, en el poema. Si en la danza el cuerpo se vierte hacia el mundo, el poema recoge la cosecha de voces sembrada por el silencio. Al fondo del escenario permanece la oscuridad, pero más acá de la oscuridad surge el reguero de centellas al que hemos llamado historia. 
El poema es la memoria profunda de la historia, de la del mundo y de la de cada uno de nosotros. De ahí que la musa que dirige las artes en la mitología clásica sea Mnemosine, que representa a la memoria. De ahí también que, de manera muy temprana, el hombre haya relacionado el juego, la memoria y el poema con esta musa y, siguiendo esta tradición, diversas voces modernas, entre ellas la de Baudelaire, hayan visto al poeta como un maestro de la memoria o que Hölderlin, Rilke y luego también Heidegger hayan querido ver el poema como la fundación del mundo frente al tiempo o frente a su transcurrir cotidiano. 
En consecuencia, lo que nosotros denominamos "literatura" serían los viajes de la imaginación a través de la memoria o de las memorias, tanto del ámbito colectivo como del ámbito individual. En este viaje encontramos también una concordancia entre lo que sería la memoria y el origen del hecho literario. 

En los fundamentos de la tradición literaria occidental hallamos, como mínimo, dos escenarios fundacionales: aquel que nos conduce al viaje entendido como movimiento y aquel que nos conduce al viaje desde la inmovilidad. Del primero tenemos el paradigma original en la Odisea de Homero, dónde el héroe Ulises lleva a cabo un largo viaje por todo el mundo conocido hasta llegar a la anhelada Ítaca. Muchos escritores posteriores han seguido la misma estructura hasta hacer posible, en cierto modo, la culminación del ciclo que se da en la Odisea del siglo XX: el Ulises de James Joyce. 
El otro escenario fundacional, en cambio, tiene en la tragedia su mayor plasmación literaria. En ella la falta aparente de movimiento exterior - pues todo ocurre en el escenario rígido de la polis - obliga o exige de los personajes un movimiento interior continuo. Al igual que el otro, también este nexo entre la inmovilidad exterior y movilidad interior ha sido permanentemente recreado en la historia de la literatura. La peste de Albert Camus es un ejemplo en el que aparece la inmovilidad colectiva, y la figura del náufrago presente en las tradiciones modernas y antiguas - como el Filoctetes de Sófocles - es un ejemplo ilustrador de la inmovilidad individual. 
Al igual que el horror al vacío, también el horror a la quietud caracteriza nuestra tradición occidental: una quietud que siempre se ha visto como un castigo o una maldición y que, si bien introduce a quien la padece en el conocimiento y en la experiencia, lo hace mediante una vía negativa. Parece que este terror por la quietud ya se presenta en la Antigüedad, pero es en la época moderna donde el culto por el movimiento se ha visto acentuado y donde se da de manera más externa.

¿Podemos decir que hay otros escenarios fundacionales en la historia de la literatura occidental? no. Y ahí radica el interés de la literatura, que sabe encontrar infinitas maneras de ver los problemas del hombre, que en esencia siempre han sido y son los mismos y que, a juzgar por lo visto hasta ahora, podemos arriesgarnos a pensar que lo continuarán siendo. La literatura capta todos estos problemas en un incesante retorno circular. 
Tanto la épica, que nos introduce al modelo del viaje en movimiento, como la tragedia, que nos lleva al modelo del viaje inmóvil, desembocan en la condición del hombre como extranjero, que por un lado busca conocerse y hallar su patria y su identidad, pero que a lo largo de esa búsqueda percibe también la imposibilidad de alcanzar una patria o una identidad definitivas. 
La épica conllevaría un desplazamiento continuo en el que Ítaca tan sólo sería una meta provisional. De ahí lo oportuno que resulta el complemento al viaje de Ulises que proporciona el poema "El viaje a Ítaca" de Kavafis, donde se alude a la experiencia de una meta que se ve eternamente aplazada. Por lo tanto, a pesar de la ilusión de patrias provisionales, el desplazamiento siempre es continuo y representa una contradicción incesante, ya que toda patria, al igual que toda identidad, nos introduce a nuevos elementos de interrogación y de enigma. 
En el otro modelo, el de la tragedia, el lugar del desplazamiento exterior pasa a ser ocupado en mucha mayor medida por lo que podríamos denominar un desplazamiento interior. Lo que se pone en juego en la tragedia es, por así decirlo, la imposibilidad de una conciencia estable y definitiva de nosotros mismos. 

Por consiguiente, el principio de contradicción que encontramos en esa Ítaca siempre aplazada de la experiencia es, visto en profundidad, el mismo principio de contradicción que encontramos en ese enigma perpetuamente indescifrado de Edipo. La diferencia es que la tragedia sitúa ese principio en el espacio interior de la conciencia. En el fondo, casi se podría decir que todo lo que le ocurre a Ulises - sus Cíclopes, sus Circes y sus encantamientos - son exactamente los mismos sucesos que acontecen a los héroes trágicos, pero con la peculiaridad de que en este caso todos los sucesos tienen lugar en el espacio interior de la conciencia."

Rafael Argullol, "Doble origen del poema", en Aventura. Una filosofía nómada, Barcelona, El Acantilado, 2008. 


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" Enrico llega, los demás parten. Su madre ha muerto en 1917, en Udine. Nino muere el diecinueve de agosto de 1923, resbala de un peñasco y permanece durante horas en la sima Houcnik de Val Tribussa sobre el monte Poldanovetz. Sí, Carlo se ha equivocado, es Nino quien ha sabido vivir persuadido, no ha tenido necesidad de fugas novelescas y demás payasadas; la vida magnánima estaba de su lado, en el amor por su Pina y las dos hijas, por los amigos, en el placer de estar en su librería de Piazza Grande. "Contempla a los hombres con nobleza", dice su amigo Marin. En el ataúd, resplandece en su rostro la luz de aquella lámpara.
Ervino Pocar, que lo ha visto caer del peñasco, se va a Milán. La virtud trae consigo el honor, en los pupitres del viejo instituto, con tantos exámenes de griego, lo ha aprendido hasta él, que ha llegado a obtener excelentes notas. Entre los compañeros de aquella escuela Ervino ha comprendido que amar quiere decir escuchar, y que leer es mejor que escribir; si uno se empeña en empuñar la pluma, más vale traducir, como hacían con Nussbaumer en la escuela, dejar a un lado la exhibición personal y ponerse al servicio de las grandes palabras. (...)"

Claudio Magris, Otro mar, Barcelona, Anagrama, 1992.