domingo, 24 de octubre de 2010

Caminar despacio por las calles. VI

" Cuando le preguntaron cómo era Grecia, habló de una larga fila de casas de salud levantadas a orillas de un mar cuyas aguas emponzoñadas llegaban hasta las angostas playas de agudos guijarros, en olas lentas como el aceite.
Cuando le preguntaron cómo era Francia, recordó un breve pasillo entre dos oficinas públicas en donde unos guardias tiñosos registraban a una mujer que sonreía avergonzada, mientras del patio subía un chapoteo de cables en el agua.
Cuando le preguntaron cómo era Roma, descubrió una fresca cicatriz en la ingle que dijo ser de una herida recibida al intentar romper los cristales de un tranvía abandonado en las afueras y en el cual unas mujeres embalsamaban a sus muertos.
Cuando le preguntaron si había visto el desierto, explicó con detalle las costumbres eróticas y el calendario migratorio de los insectos que anidan en las porosidades de los mármoles comidos por el salitre de las radas y gastados por el manoseo de los comerciantes del litoral.
Cuando le preguntaron cómo era Bélgica, estableció la relación entre el debilitamiento del deseo ante una mujer desnuda que, tendida de espaldas, sonríe torpemente y la oxidación intermitente y progresiva de ciertas armas de fuego.
Retrato de George Dyer en un espejo, 1968, Francis Bacon
Cuando le preguntaron por un puerto del Estrecho, mostró el ojo disecado de un ave de rapiña dentro del cual danzaban las sombras del canto.
Cuando le preguntaron hasta dónde había ido, respondió que un carguero lo había dejado en Valparaíso para cuidar de una ciega que cantaba en las plazas y decía haber sido deslumbrada por la luz de la Anunciación."

Alvaro Mutis, La muerte del Capitán Cook ( Los trabajos perdidos), Summa de Maqroll el Gaviero, Poesía, 1948-1997, Introducción y edición Carmen Ruiz Barrionuevo, Salamanca, Ediciones Universidad de Salamanca- Patrimonio Nacional, Biblioteca de América, num. 12, 1999. ISBN84-7481-882-6

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" A veces, sobre las seis de la tarde, cuando Kronz volvía a pie hasta el hotel desde la zona donde estaba el hospital, cruzaba con precaución la Plaza Cataluña, evitando así el tumulto de gente que se arremolinaba junto al metro y que a esa hora salí en desbandada del Corte Inglés. Comenzaba a sentirse incómodo entre tanto ruido. Así que se subió el cuello del abrigo y entro en el Zurich. Le costaba creer que en el espacio más bien reducido se pudiera reunir tanta gente para hablar todos al mismo tiempo.
Después de tomar asiento junto a la ventana, el doctor supuso que el ambiente habría sido insoportable de no ser por la calidad del chocolate, que resultó excelente. Se recostó en la silla, estirando las piernas por debajo de la mesa mientras se desabotonaba el abrigo. Es estruendo de voces, que aumentaba a medida que los clientes iban llegando, la forma en que los camareros hacían sus pedidos gritando desde un extremo al otro del local, confirmaron su inicial sospecha, tal vez un tanto temeraria. A pesar de que aún no estaba familiarizado con la ciudad, recordó el comentario que hiciera casualmente uno de los colegas del hospital. En España hay que hacerse oír a gritos, de lo contrario nadie te toma en cuenta. Trataba de no pensar en Praga, pero inevitable y se preguntaba si volvería alguna vez allí. Y entonces se dio cuenta de lo espantoso que esto podía ser: no sólo había abandonado Praga sin un propósito determinado, sino que ya empezaba a experimentar el peso de la traición. Se dijo que siempre sería un extraño, dondequiera que fuera. ¿Es que tendría siempre la sensación de estar en la orilla equivocada del río? A su derecha vio cabezas, bigotes y cuerpos corpulentos chocando unos con otros hasta irse abriendo paso. Al fin se presentó un camarero gordo, de voz solemne, que lo sacó de sus torvos pensamientos. Y le preguntó, con el brazo en alto, si deseaba algo más. Pidió otro chocolate, señalándole la taza con un gesto vago. Pagó con un billete que había extraído del fondo del bolsillo y, al terminar, se dirigió a la puerta.
Se sintió contento cuando estuvo en la calle. Le empezaba a gustar el caos de la ciudad. Tuvo la intención de ir al hotel, aunque la idea de pasear le resultó curiosamente excitante y renovadora. Percibió el olor fétido que procedía de los zaguanes. La proximidad de los mariscos le recordó un sueño. Un sueño de cangrejos confabulados sobre una mujer con los senos llenos de hematomas. Después bajó por las Ramblas caminando despacio hacia Colón, advirtiendo la actividad de los vendedores a ambos lados de la calle. Pasó junto al quiosco de revistas y se quedó absorto frente a las jaulas de los monos, loros y cacatúas de plumas erizadas y deslucidas por el frío, cuyos agudos chillidos aún conservaban la nostalgia de la selva. Al igual que el día anterior, a esa misma hora, había empezado a caer una llovizna un tanto pegajosa. Siguió caminando: el aire salino le había quemado la cara como si viniera directamente del puerto."

Coffe House, Harry Mayerovitch, 1980-8
Javier Vásconez, El viajero de Praga, México, Alfaguara, 1996. ISBN 9-789681-902537

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